EL ARREO
Tiempo de vacas flacas. Yo no las veo tan
mal, sin embargo no hay pasto, y por lo tanto es necesario buscar nuevos
destinos para estos animalitos.
R.H., J.M. y el escribiente emprendemos
camino para los pagos de Monte Lauquen.
Un lote nutrido de vacas “pampas” (coloradas
con las patas, la cabeza y la cruz blanca) (información para los citadinos)
constituye nuestra tropa.
Tres toros, algunas vaquillonas y varias
vacas con sus crías al pie, forman parte de nuestro universo vacuno.
Con las primeras luces del alba arrancamos
nuestro derrotero, con paso cansino y sin apuro. El viaje es largo, los terneros se cansan y a las grandes
no les sobra nada.
J.M. es nuestra punta de lanza, con la chata
celeste adelanta camino y en cada bocacalle nos espera, de esa manera nos
aseguramos que sigan al pie de la letra el camino trazado, evitando cualquier
sorpresa o desvío que atrase el andar.
R.H. va montado en una yegua color ceniza, da
gusto verlo. Parecieran uno solo, jinete y animal, latiendo al mismo ritmo, es
difícil distinguir donde empieza uno y termina el otro. El tipo tiene una
cadencia al andar, que admira y ni bien monta ya sabe con que carácter se
levantó el equino y como actuar en consecuencia.
Lo mío arriba de la yegua pampa es bastante
mas precario, por decirlo de alguna manera, ella es mansa como un cordero y
responde fielmente a mis torpes órdenes, de cualquier forma le pongo garra,
voluntad y mucho grito.
R.H. vocifera y maldice, porque uno de
nuestros perros no tuvo mejor idea que ladrar en “los garrones de un ternero”,
el bicho asustado corre en sentido contrario, R.H. como si fuera la final en el
Hipódromo de San Isidro lo corre, lo alcanza, lo trae de vuelta y se acuerda
sin mucho de cariño de la madre del perro.
Después de un largo trayecto, las vacas
pierden a sus terneros y mugen como condenadas, otras al ver un pasto verde se
detienen a comer, un toro rasca su largo cogote en un esquinero (esperemos que
el palo aguante) y alguna se detiene, da la vuelta, y te mira con esa expresión
de: “es necesario caminar tanto?” nosotros azuzamos los corceles, pegamos
cuatro alaridos y les recordamos que sí, es necesario.
El camino se hace huella, con la clásica
hilera de flor amarilla en el medio, que separa las 2 ruedas de los vehículos.
La tierra se hace arena, arremolina y se te mete en los ojos, sin embargo es
buena señal, estamos llegando.
J.M.
ya abrió el tranqueron, la tropa hace su ingreso. Un campo arenoso y poblado de
un monte bajo de piquillines y caldenes se abre ante nuestros ojos. Una ancha
playa salitrosa es el borde blanquecino de una laguna que no huele bien y sin
embargo tiene su encanto.
La hacienda apura el paso en busca de una
bebida con agua para apagar la sed de tanto andar, nosotros con la mismas
necesidades, buscamos refugio bajo los caldenes mas altos.
J.M. ya “estacionó” la camioneta a la sombra,
nos espera “heladerita” en mano; unos ricos sándwich de jamón crudo, chorizo
seco y pan, apagan nuestra hambre de Legionarios. El agua fresca calma el gusto
a arena y renueva las fuerzas.
J.M. dice: pensar que en las márgenes de esta
laguna, mucho tiempo atrás, hombres de los pueblos originarios seguramente se
establecieron con sus campamentos. La verdad, prosigue, que buena vida la de
esos hombres: cazar, comer, reproducirse y todo en contacto con la naturaleza.
Siguiendo sus pasos agrego, construían sus
tolderías con troncos de calden y cueros de animales. De estos sacaban su
vestimenta, calzado y abrigo. Con las piedras sus armas y utensilios,
completitos los muchachos.
J.M. interroga, y si nos quedamos acá? No
tenemos que pensar en el banco, el precio del gas oil, los impuestos, la arada,
la siembra, la cosecha o si el gobierno se acuerda de nosotros. Adhiero
inmediatamente, que vida: el hombre y la naturaleza en armonía absoluta.
R.H. nos baja de un hondazo. Ja, se ríe con
esa carcajada estruendosa. Los dejo dos días sin agua, luz eléctrica, sin
combustible y sin comida; y se los comen los piojos. Se vuelven caminando o
arrastrando al centro poblado más cercano. Con
J.M. nos reímos con la certeza de que al tipo lo asiste toda la razón
del mundo.
Ya es la tarde y emprendemos el camino a
casa. A los caballos y a nosotros nos embarga un cansancio difícil de explicar.
Las piernas entumecidas ya tienen la forma de
la montura, sin embargo las ganas de llegar nos hacen “talonear” nuestras
cabalgaduras y emprendemos un galope manso y que calma, en comparación a ese
trote desacompasado que te afloja los huesos.
Con las primeras sombras del anochecer se
dibujan las siluetas del monte de eucaliptos que nos remite al hogar, son para
nosotros como un abrazo de bienvenida.
A medida que nos acercamos, mi deseo de una
buena ducha caliente, una rica cena de O. y una cama blanda y calentita; me
recuerda aquello de “Mi reino por un caballo”.
Se hacen carne en mi mente las palabras de
R.H. y como refutó inmediatamente nuestra “poética” teoría de vivir hoy, como
lo hacia el “buen salvaje”. Parece que J.M. y yo quedamos atrapados en algún
libro de historia.
J.M. guarda la camioneta en el galpón, (le
pasa cerquita a la puerta), nosotros desensillamos, bañamos los caballos y los
largamos.
Cruzamos el ancho patio, de la cocina se
percibe un rico olor a comida recién hecha, el cansancio, mágicamente
desaparece.
Rodrigo
“el arriero va” Holzmann